jueves, 16 de diciembre de 2010

¿Y si matamos a todos los malos?





Cuando acomete una respuesta violenta (a cualquier actitud, dicho, insulto, toma de espacio público o privado, gesto obsceno, presunción de abuso sexual, robo de pasadiscos, gol a favor o en contra), lo primero que se me presenta ante mis astigmáticos ojos es mi propia imagen. No es una evocación espontánea. Es (el resultado de) un trabajo personal, paciente, deliberado. La violencia me hace mal, pero me hace mal desde mi propia violencia padecida. Padecida en un doble aspecto, como violentado en un mundo de violentos, de gobernantes – generalmente milicos – violentos, y también como violentador. Porque cuando no hemos sabido rebatir adecuadamente con argumentos persuasivos, cada una de las veces en que nos han descolocado argumentos ajenos, en lugar de mejorarlos, hemos comenzado por alzar la voz. Todavía hoy nos – me – pasa. Y de allí a tomar por el cuello al interlocutor, resta muy poco.

Recordábamos hace poco con un querido y pacifista amigo el magnetismo misterioso que nos produce el boxeo. Queremos racionalizar ese gusto. No podemos, nos gusta. Estamos hechos así, dicen los tanos. Tenemos la excusa de Nicolino Locche, que hacía fintas con la cintura ante los golpes al aire del desesperado adversario y demostraba que no todo era pegar. Hasta se ponía las dos manos cruzadas en la espalda, con la cabeza gallinácea adelante, esquivando y arrancando aplausos. Atención. Ojo al parche. Pero ahí también estaba la pelea por el título en Japón frente a Paul Fuji. Ahí pegó (http://www.youtube.com/watch?v=w8aerkHG_7A&NR=1). Nos gustó que pegara. Nos gustó que ganara pegando. También nos gustó que pegara Monzón. A Emile Griffith, a Jean Claude Bouttier, a Nino Benvenuti, a Benny Briscoe. Pero a Alicia Muñiz no, Carlos, a Susana tampoco. Ella es estúpida, mucho, estúpida famosa, pero eso no justifica nada; miralo a Darín: ¿Cómo él no pega? Hiciste mal Carlos. Y pensar que Alain Delon te admiraba. Terminaste en forma violenta vos también. Vo vé.

Pero, por favor, no me desvíes del tema. Siempre hacés lo mismo. Nos estamos refiriendo a los violentos. Y, como decía mi querido amigo muerto, el autor del título que encabeza este engendro, para acabar dendeveras con el fascismo lo más apropiado y el primer paso a seguir es comenzar matando al pequeño fascista que cada uno de nosotros lleva adentro de sigosismo. Recuerdo a mi otro amigo muerto, ese que le hablaba a sus hijos en voz muy baja, cuanto más hacía falta o meaban fuera del tarro (en realidad sus pibes siempre fueron deliciosos) más baja la voz. Como los indios. Para que el interlocutor se esfuerce en escuchar. Para que el que recibe pueda hacer lo posible por comprender lo que el otro quiere transmitir. Y si no entiende, intentar de nuevo, como un docente sin estrés. No gritar para asustarlo al estilo cavernícola; no al estilo latino, italianísssssimo, de espantar al otro con el primer grito, para que cumpla con el mandato por puro temor. No. Así no.

Y cuando digo no, en primer lugar digo: “No, negro Moscuzza”. Ahora, sí, puedo dirigirme al resto del planeta. No lo haré porque esté investido de alguna autoridad, sino porque sé que me comprenden las generales de la ley. Y me la banco. Mis hijos y mi futura ex-esposa saben de qué estoy hablando. Porque sé que cuando estoy frente a gente jodida, malvada, perversa, intrínsecamente pura prosapia hijaputez, enferma ba, me pongo como loco ¿vio? Me broto todo. Me agarra como una especie de fervor patriótico, doña Rosa, y encaro con toda la prosapia arrrrrgentina apuntando a la yogurt lar.

Toda esta sanata para contarte, ahora sí, mi propia experiencia pseudoxenófoba, si de violencia se trata.

La otra noche, martes catorce de diciembre del año dos mil diez, salía yo de mi regular curso de mala educación bucal (vocal, sí) siendo aproximadamente las veintiuna y treinta horas y, en cambiando el derrotero, dióseme - a la sazón - por atravesar transversalmente la Avenida Córdoba,  a la altura de calle Talcahuano. Imagina, desventurado lector, lo que hubiera sido atravesarla longitudinalmente, desde allí hasta Chacarita o, por caso, y a guisa de menor esfuerzo, hacia el bajo. Estaba, digo, en esos menesteres y, aproximado que me hube a la parada del treinta y nueve, línea del transporte colectivo de pasajeros parcialmente subsidiada por el Estado Nacional, se me acerca un señor de tez morena muy bien rasurada en la superficie de su localidad facial, en dudoso estado de sobriedad y con un concepto asaz discutible sobre el sentido de la posición vertical que, si bien es una postura relativamente reciente, en términos cósmicos, en la raza humana, a este punto de la evolución puede afirmarse que la gran mayoría de los individuos que la componen la ha adoptado como natural, llegando a bipedestrar sin mayores dificultades aparentes.

El referido señor, para quien toda la acera era poca, me tendió su mano derecha que, curiosamente, dentro del evidente estado etílico que en su ser aparentemente todo lo abarcaba, era el único distrito de su reducida anatomía que no pendulaba en demasía. Como yo no tenía hasta ese momento el placer o el displacer de conocerlo, evité, tratando de no herir susceptibilidad alguna del aproximante, de extender mi propia diestra. Y así se lo hice saber en un tono de voz prístino y de volumen no muy alto, con matices predominantemente graves y vocablos espaciados. Que uno no regala saludos porque sí; que uno se debe a su público. Que yo a mi mano la quiero para mí, que tantos placeres me ha dispensado y, quizá, Dios y la Virgen de la Madera Balsa mediante, los que habrá de procurarme en el futuro.

El hombre, a su turno, confesó que, efectivamente, no me conocía, pero que buscaba propiciar una cierta especie de comunicación oral conmigo, para lo cual creyó oportuno iniciar de esa manera el contacto intersubjetivo. Aclarados que fueran los tantos y siendo que él tenía la mano, jugó primero, diciendo que estaba sumamente dolido por lo que estaban padeciendo sus compatriotas bolivianos en estos días penosamente conocidos, y por él mismo, al ser tratados como si fueran todos ellos delincuentes comunes, por el solo hecho de portar nacionalidad y color de tez.

"Ahí está el huevo y no lo pise", me dije para mí mismo, sin responderme a fin de no dar señales equívocas a mi interlocutor. Y en ese tren de guía turístico rebambido que a uno le sale (a mí me sale) cada vez que se topa con extranjeros de cualesquiera latitudes que éstos provengan, se me dio por preguntarle que de dónde era oriundo en su bolivianez. Que del Potosí, me respondió. Mientras yo hacía gala de mi emocionante ignorancia, tratando de asociar Potosí con cobre, errándole muy lejos al vizcachazo con el metal del Cerro Rico, él ya había agregado con su castizo decir, que muy sonoro y de perfecta dicción lo tenía, vocablos como “reyes” y “virreyes”, a modo de atributos del suelo natal, al par que añadía algunos otros referidos a la importancia aún mayor que la dicha ciudad hubo poseído, que ni Sevilla, ni Londres. Todo ello, entre otros tantos conceptos que, forzoso es confesarlo, no he retenido. Ahí, en ese punto, merced a la acción de oportunos fórceps mi ignorancia abrió una claraboyita hacia el recuerdo y entró la imagen de que “...vale un Potosí”, creo que del Fausto de Estanislao Del Campo, en referencia al valor intrínseco argentino de no sé cuál objeto. Digo “argentino” de plata. “Plata” del metal (Mi esposa me confirma el dato y de yapa me agrega, casi mi increpa, que para qué leo a Galeano si luego no recuerdo cómo se afanaron media montaña en Potosí despachando la plata a España, y de la sumisión de Bolivia en esa empresa y la posterior caída de la ciudad... Pero todos ya sabemos cómo son las esposas).

Y qué le podía decir al señor. Que soy nacido en esta Ciudad de la Santa María de los Buenos Aires, a escasas diez o doce cuadras de donde estábamos hablando. Que la ofensa proviene de la gente ignorante. Que, además de ignorante, lo que ya es algo, hay gente de mal corazón. Que eso es más difícil de curar. Que, por lo que conozco, acá siempre ha sido así. Que Buenos Aires no es el mejor lugar para un morocho, menos aún si es extranjero limítrofe, porque nuestra pretenciosa Capital mira para Uropa, se viste como Madrid aquí, como París acullá. No repara en el altiplano. Que siento una profunda vergüenza, pero vergüenza ajena. Como cuando a los trece años, mi compañerito el morocho Soria fue tildado malamente de negro, cabecita, peronista e hincha de Boca. Y Soria se reía y a mí me daba cosita; yo estaba más para el llanto.

Y que si algo podía hacer por él (en este punto lo apartaba del cordón de la vereda para que no se lo llevara puesto el 39) era manifestarme solidario. Y se lo decía como quien hace una ofrenda, como el que va a la iglesia y deja el diezmo, o la chirola en la bolsita con mango que porta la devota señora (¿existen todavía? Las bolsitas, no las devotas señoras, digo), que le reconozco la laboriosidad de su pueblo, de un pueblo respetuoso, culto y sumiso, como el peruano, como el sudamericano no argentino (“¡mandeee!”) o, al menos, no capitalino. Que le deseo lo mejor, que le deseo suerte (sí, ¡ aunque no lo creas esto es cuestión de azar !), que esa gente que los desprecia no es toda la gente, pero que, lamentablemente, en la Capital él está en desventaja. Que la cosa no pinta favorable, a tenor de lo vivido en los últimos días.

Y el tipo me recompensa mientras voy subiendo al bondi y lo sigo mirando desde el estribo.

Sin perder el desequilibrio me guiña un ojo, me sonríe y me levanta el pulgar.

¿Qué más puedo pedir?     -  

ALM - 17-XII-2010